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viernes, 20 de febrero de 2004

Adiós a Don Q

Los viejos beneficiarios del extinto sistema autoritario mexicano están sumidos no solamente en un pantano creciente de desprestigio social y escarnio público, sino también son ya motivo de compunción y clemencia hipócrita, a la manera como Pinochet ha logrado zafarse de la justicia chilena por un lustro gracias a la “misericordia” de los tribunales ante un anciano desvalido. Este incomprensible y extravagante fenómeno se dejó ver con motivo de la desaparición del expresidente José López Portillo, convertido desde hace algún tiempo en abatida sombra de sí mismo. Su velación y sepultura reprodujeron el caótico derrumbe de su propia personalidad, así como la decadencia de un sistema obtuso que dominó con mano férrea un país sometido. Dio tristeza, no tanto por la desaparición de un histriónico personaje que gozó y se regodeó con los placeres del poder, rodeado por una corte de familiares y secuaces interesados, sino por la patética danza de patricios moribundos que con dificultades explicaban a los medios los aportes del difunto a la construcción de un país que hoy le guarda un rencor perseverante.
Que los veneros del petróleo, que nos escrituró el diablo; que la reforma política, que él mismo se encargó de nulificar; que la nacionalización bancaria, que fue el máximo espécimen de la irresponsabilidad; que la defensa perruna del peso, que nos dejó una moneda y un poder adquisitivo aniquilados; que la invitación al Papa, hipócrita muestra de oportunismo; que la promesa de la abundancia, demolida por la frivolidad del uso de los recursos públicos; que etcétera, y más etcétera.
Pero ante el difunto tendido, el llanto misericordioso y la reminiscencia fragmentaria. Que el señor, don Q, toleró la guerra sucia; que violó sin remordimiento los derechos humanos, incluyendo los derechos políticos; que se regodeó en su vanidad y justificó la ineptitud de sus parientes; que aceptó formas sutiles (y no tanto) de cohecho, como el famoso rancho de Tenancingo o los “préstamos” de Hank para construir las mansiones de la colina del Perro; que toleró la arrogancia de su fatua señora, coleccionista de instituciones como el Festival Cervantino, todas ellas secuestradas bajo el glifo “vida y movimiento”; en fin, que confiscó a la clase media sus sueños de un país mejor y empujó a los ricos a apoderarse, de una vez por todas y sin intermediarios, de la política nacional.
Si a Nazar Haro se le encarcela, en buena hora, a los 80 años de edad, no alcanzo a entender cómo no se le pudo fincar responsabilidades a José López Portillo (quien murió con 84 años) o a Luis Echeverría, con una edad similar. Las cargas son muchas, y seguramente que una investigación seria arrojaría luz sobre un triste periodo de nuestro accidentado desarrollo. El nacionalismo revolucionario sirvió de tapete para la incompetencia y el abuso institucionalizados. Y con esto no quiero decir que todos los involucrados en esa administración fueran ineptos o corruptos, pero sí que la “temperatura” institucional favorecía la estulticia y la degradación. Fortunas inexplicables se edificaron en menos de seis años de “no me des, déjame donde hay”. El “negro” Durazo quintaesenció la podredumbre de un régimen convencido de que el país le pertenecía. El malogrado delfín Díaz Serrano sólo fue un pálido y burgués imitador de la corrupción de los sinvergüenzas principales. Y al final la devaluación abrupta engordó aún más las fortunas de los detentadores de información privilegiada, muchos de ellos empresarios siempre quejumbrosos.
México pudo ser, y no fue. Perdimos dos décadas de desarrollo, derrochadas por la impudicia de los codiciosos. A cambio sufrimos despotismo, frivolidad, derroche y pobreza. De ninguna manera sus lágrimas de cocodrilo podrían corregir el daño ya hecho, y muchos nos quedamos con las ganas de decirle al pretensioso y hueco aficionado a intelectual, hoy difunto, que canceló nuestros sueños por décadas, y que por eso no se le puede perdonar. Pero el castigo más cruel se lo propinó él mismo, al convertirse en patiño de una mujer superflua e interesada, que lo victimó cruelmente, le condenó al oprobio público y a ser nota de la prensa escandalosa de peluquería. En fin, triste fin.

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