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viernes, 2 de julio de 2004

La sociedad indignada

Cuando la sociedad civil organizada se lanzó a las calles el pasado domingo en demanda de que el Estado mexicano y sus gobiernos garanticen el derecho básico a la seguridad en vidas y bienes, muchos nos sentimos sorprendidos por la magnitud del suceso. Los ataques y descalificaciones lanzadas por el jefe de gobierno de la ciudad de México contra dicha movilización, nos generaron desconcierto y evidentemente desconfianza. Muchos no deseamos vernos identificados con el Yunque o con cualquier organización de derecha radical, intolerante y sectaria. Sinceramente por eso no acudí a la correspondiente marcha en Guanajuato capital. Hoy me arrepiento de no haberlo hecho, al reconocer que la gran mayoría de (si no es que todos) los asistentes efectivos fueron ciudadanos honestos, participativos y hastiados de la lastimosa situación de la justicia y la seguridad en México.
En esto sí que metió la pata el peje. Trató de satanizar un movimiento social a partir de que algunos de los líderes están identificados con una ideología conservadora y puritana. Esto podrá ser cierto, pero eso no descalifica la profunda justicia de las demandas. Uno podrá ser de derechas o de izquierdas, y eso no nos hará inmunes o indiferentes a la violencia social, al allanamiento, a la violación, al secuestro o al asalto. Todos somos parte de la clientela de los maleantes.
Por otra parte, culpar sistemáticamente a los factores estructurales de los inquietantes índices de delincuencia, como lo hace el peje, es sacarle al bulto a una cuestión fundamental: el estado de derecho debe mantenerse vigente incluso en situaciones de crisis económica o social. El Estado tiene la obligación de aplicar la ley a toda costa, sin excusas. Es cierto que la degradación de los niveles de bienestar en las familias mexicanas ha lanzado a miles de individuos desesperados a transgredir las normas básicas de convivencia, pero eso no ayuda a explicar por qué los reclutas principales de las filas del crimen provienen de las policías, ni tampoco el que los ministerios públicos sean incapaces de culminar sólidamente las averiguaciones que sustentarán la aplicación de la justicia, o que los jueces todavía no sean garantes de objetividad y buen sentido, o que el poder económico de los narcos (y de otros) pueda aún corromper a oficiales y a políticos, o que la justicia se convierta en arma política (como paradójicamente le está sucediendo al peje), etcétera. El comportamiento de los agentes del Estado responsables de la prevención, la procuración y la impartición de justicia refleja no una crisis económica, sino una crisis moral y de ética personalísima. El bajísimo nivel educativo y cultural de los mexicanos se combina peligrosamente con una moralidad elemental, cerril, egoísta e incivil. Y eso es un caldo de cultivo moral para el florecimiento de actitudes hostiles hacia el prójimo, que se materializan en los abusos mutuos, la justificación familiar del abuso y la contracultura del cinismo. Crecientes sectores de la población urbana han incursionado en la oscurantismo moral que implica el aceptar y asumir que se puede vivir (y vivir bien) de la agresión, del abuso y del engaño. Y lo grave es que siempre habrá excusas para justificar la anomia social.
Aunque tarde (¡lo lamento!), me uno a las demandas cívicas en pro del respeto a nosotros mismos y el rechazo a toda forma de sometimiento y humillación de los justos en manos de los prevaricadores. Y si la derecha extrema lo pide, los de centro y los de izquierda deben apoyarlos, pues estamos hablando de la supervivencia misma de la sociedad en que vivimos. Los derechos humanos fundamentales no son materia de debate político o de acuerdos de élite, deben ser más bien uno de los pocos puntos de confluencia ideológicos, y que no se cuestione la importancia de que sean respetados sin chistar.
Felicito a los organizadores y a la propia sociedad y su opinión pública por el éxito de la mega marcha. No me importa que algunos de ustedes difieran de mis formas de pensar; al final lo que trasciende es nuestra naturaleza ciudadana común y la demanda de un mundo mejor para nuestros hijos, al menos similar al que nos heredaron nuestros padres hace 20 años, cuando México era considerado en el mundo como un país pacífico y emprendedor.