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viernes, 26 de noviembre de 2004

México bárbaro

Los dramáticos sucesos de San Juan Ixtayopan, en Tláhuac –prácticamente en la ciudad de México vuelven a poner en el banquillo a las autoridades responsables de preservar nuestra seguridad pública, que nuevamente exhiben su improvisación y su ineptitud. En México, a partir del derrumbe del Estado autoritario en los años ochenta y noventa, el viejo Leviatán no fue sustituido por un Estado democrático con nuevos y efectivos métodos de aplicación de la ley. Desgraciadamente, hoy día tenemos democracia pero no tenemos estado de derecho. El ciudadano común continúa moviéndose en su cotidianidad dentro de un esquema de convivencia social premoderno y carente de garantías. La delincuencia y la violencia social son nota de todos los días, y afecta a los tejidos más íntimos del entramado comunitario.
Hay libertades en abundancia en este México del siglo XXI, pero no así civilidad y respeto por los derechos de los demás. El Estado, como garante de la vida social en armonía, está hoy ausente de la realidad concreta del habitante común. Nadie está libre de ser víctima de la violencia, ni siquiera los mismos policías en cumplimiento de su deber, como se evidenció este miércoles. A los desventurados agentes de la PFP nadie les creyó que realmente estaban cumpliendo una misión oficial. Y es que la mímesis entre las policías y los grupos delincuenciales es ya proverbial en México: nadie sabe donde terminan las unas y comienzan los otros.
Los ixtayopinos reaccionaron con una violencia extrema ante la posibilidad de lidiar a plena luz del día con un trío de potenciales secuestradores, que sospechosamente tomaban película a las afueras de una escuela. Reaccionaron como cualquier padre que se enfrenta a individuos que espían a sus hijos. Las explicaciones de los agentes seguramente fueron tardías, e incluso tiendo a pensar que lo hicieron de forma altanera y prepotente, como acostumbran nuestros ñoños policías cuando tratan con un ciudadano común, más cuando es un campesino o un colono empobrecido. La masacre y el baño de sangre no son justificables de ninguna manera, pero sí son explicables en un contexto tan degradado como el que existe hoy en las relaciones de la ciudadanía con sus autoridades. Ser policía en México significa poseer patente de corzo para cometer ilícitos, abusar de su autoridad o humillar al semejante. Por supuesto que estoy generalizando y con ello cometiendo una crasa injusticia contra las corporaciones o elementos que han superado ya muchos de los lastres de esta subcultura autoritaria, pero este paradigma de la desconfianza continúa vigente para el grueso de los ciudadanos, como se pone en evidencia en las ya numerosas encuestas sobre cultura política en nuestro país. Por ejemplo, la Encuesta Nacional de Cultura Política y Prácticas Ciudadanas que levantó la secretaría de Gobernación el año pasado evidenció el terrible desgaste que tiene la imagen de la policía en nuestra comunidad: un 53% de los encuestados respondió que no le tiene nada o casi nada de confianza a la policía, un 24% le tiene poca confianza, un 15% le tiene algo y solamente un 7% le tenía mucha confianza. Esto la colocó en el sótano de las instituciones públicas mexicanas en cuanto a confianza ciudadana.
La justicia en propia mano es una evidencia de nuestro primitivismo como sociedad. La turba suplanta a los jueces, y con ello se comenten drásticas injusticias como la que se perpetró con esos pobres policías. Fueron víctimas de la incapacidad del Estado mexicano para imponer el fuero de la ley en la vida cotidiana de sus gobernados. Cayeron en cumplimiento del deber, pero sacrificados sin sentido y sin provecho. Fueron masacrados por la ignorancia, por la rabia que da la impotencia del ciudadano ante la autoridad arbitraria. Ese fuenteovejuna monstruoso parece volverse norma en un país donde no existe ley que se respete, ni siquiera por parte del propio gobierno.
Por supuesto, las autoridades de todos los niveles ya balbucean justificativos, inventan razones, cantinflean pretextos y se embarran mutuamente las culpas. Nadie podrá explicar que ninguna corporación haya podido presentarse en cinco horas de agresión y linchamiento. ¿Cómo pudieron llegar mucho antes los periodistas que cualquier otro elemento del orden? Gracias a los comunicadores se cuenta con documentación abundante de los hechos, pero es poco consuelo para las tres familias de las víctimas. La justicia se apersona tarde y mal, y seguro que ahora cebará su furia contra más inocentes, revueltos entre los culpables, del sanguinario San Juan Ixtayopan.

viernes, 19 de noviembre de 2004

Telón electoral

Escribo estas líneas desde Torreón Coah., donde se desarrollan las actividades del XVI Congreso Nacional de Estudios Electorales, evento al que acudo fielmente desde hace diez años. Algunos lectores recordarán que el anterior congreso se celebró en San Miguel Allende el año pasado, y que me tocó coordinarlo. Ahora desde la infantería de los ponentes, me he dado el tiempo de acudir con cuidado a cuanta mesa me ha sido posible, además de que ya participé sometiendo un texto en el taller “La cultura política de los mexicoamericanos”.
El telón electoral de este año ha caído con la realización de los últimos comicios locales de Sinaloa, Tlaxcala, Puebla y Tamaulipas. Con ello el común de los ciudadanos nos esperanzamos en tener un fin de año más o menos tranquilo en la arena política, y así prepararnos para los 14 procesos que se nos anuncian para el 2005. Los dos primeros casos mencionados mostraron resultados tan apretados que mantuvieron la atención nacional sobre su desarrollo, salpicado de avatares que ya creíamos superados como los que sucedieron en Tlaxcala, que incluyó la quema de actas de escrutinio.
Además se suma la resolución tan esperada del tribunal electoral federal (el TEPJF) sobre los peleados casos de Oaxaca, Tijuana y Veracruz, sin que se haya cambiado el sentido original de los resultados originales. Esto nos permite respirar, pero vuelve a plantear el creciente problema de la judiciarización de la política, que amenaza con convertirse en el paso obligado de todos los comicios con resultados apretados. Así se pone en evidencia de nuevo que a los partidos lo que menos les preocupa es el respeto a los votos (pocos o muchos) depositados en urnas y sí más la conquista o preservación de sus espacios de poder político, aún a costa del sentido original de la democracia.
En el congreso que les menciono se ha debatido mucho sobre estos y otros casos, incluyendo el de las elecciones norteamericanas. La cosecha electoral del 2004 fue abundante en sucesos accidentados y novedades que sorprenden a los desconcertados politólogos, que sufren al ensayar explicaciones plausibles ante la terca incertidumbre de la realidad social. Llama la atención que los temas a debate ya son los de “segundo piso” dentro de la práctica de la democracia: participación electoral, cultura política, financiamiento, medios de comunicación, mercadotecnia, ética política, globalización, crisis de los partidos y descrédito de la política. Muy atrás quedaron los temas de primer piso, al menos en la generalidad de los estados: respeto al voto, equidad en la competencia, procesos electorales confiables, acceso a medios, partido de estado y autoritarismo, han dejado de ser materia de estudio y debate, para nuestra fortuna. Ojalá no avancemos demasiado pronto hacia los temas de “tercer piso”, como los que ya ocupan al primer mundo: desánimo ciudadano, cinismo político, crisis de los valores solidarios, terrorismo, mesianismo político (el New Age en la política, a la manera de Bush), la trivialización de lo público, la molicie posmoderna, etcétera.
En fin, que el año electoral deja saldos positivos y algunos negativos. De estos últimos yo destacaría los siguientes: El aparente regreso de los dinosaurios a los primeros planos de la política; veo con preocupación cómo el PRI avanza electoralmente, pero no evoluciona en su discurso y su oferta, que lo siguen ubicando como un partido del siglo pasado. Por su parte el PAN, que sí se ha modernizado, sigue sufriendo las consecuencias de administraciones variopintas (incluyendo la federal) y liderazgos desbocados (Marthita p. ej.) que quiebran su cohesión interna y lo han debilitado ante el electorado. El PRD perdió Tlaxcala, pero también perdió su dignidad al verse obligado a apoyar a la candidata consorte. En fin, muchas y variadas notas electorales adornaron los diarios del país, y nos entretuvieron (ya sea divertidos o angustiados) a la manera como antes sólo lo lograba la tele con sus melodramotes de la tarde. Pero podemos respirar, ya se acabó por este año.

viernes, 12 de noviembre de 2004

Los EU y su encrucijada III

Continúo con la relación de mis impresiones sobre las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, donde acudí como observador informal, y debo señalar que sus procedimientos operativos siguieron pareciéndome misteriosos y poco transparentes. Es casi imposible observar el desarrollo completo de una jornada electoral, porque incluso en las casillas se impide la presencia de personas extrañas en las cercanías, como fue mi caso. En la legislación norteamericana no existe todavía la figura del observador electoral, y ni siquiera los propios ciudadanos de ese país pueden testimoniar los procedimientos. Existe una convicción compartida de que nadie hace trampa porque no es necesario hacerlo, y eso es sorprendente en un país con tan amplia tradición en fraudes electorales como los que se acostumbraban en los centros de poder demócrata en Chicago y en los estados del sur en las primeras décadas del siglo pasado. Una democracia que no puede ser observada desde adentro, desde las tripas mismas de su esquema de renovación de representantes, no puede asumirse como plena y moderna.
El pasado día 6 tuve la oportunidad de presenciar, gracias a la excelente cadena televisiva SPAN, la conferencia de prensa que dio en Washington la parlamentaria suiza Barbara Haering, quien coordinó al equipo de 90 observadores que envió la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), organismo que al parecer fue el único autorizado por el gobierno norteamericano para observar el proceso. En su informe preliminar me sorprendió hasta qué punto yo coincidía con sus conclusiones. Vale la pena destacar algunas de las que tomé nota. Primero, las elecciones norteamericanas son difíciles de observar para propios y extraños, ante la ausencia de legislación que lo permita. Segundo, fue difícil dar seguimiento a todas las fases del proceso, sobre todo al procedimiento de contabilización, debido a los diferentes sistemas de captura y procesamiento de resultados. Tercero, son necesarias reformas legales que pongan al día a los procedimientos electorales de ese país, y que adopte estándares internacionales. Cuarto, la carencia en muchos casos de un soporte en papel del sentido original de los votos impide reconstruir el proceso, en caso de darse fallas en los sistemas electrónicos –que sí las hubo. Quinto, hay cerrazón e incluso rechazo por parte de algunas autoridades locales; en algunos lugares se impidió a los observadores desarrollar su actividad, como fue en los casos de Carolina del Norte y en Orlando Florida. Sexto, en muchos centros de votación se formaron colas enormes debido a lo complejo del proceso de emitir el voto, lo que molestó a muchos ciudadanos. Séptimo, es poco adecuado que las elecciones se realicen en un día laborable, porque muchos patrones no conceden permisos; en otros países se prefiere el domingo. Todo esto confirmó mi impresión original de que en lo que se refiere a transparencia y verificabilidad de los procedimientos, la democracia norteamericana todavía tiene serias deficiencias que la ubican en un estadio premoderno dentro del entorno internacional.
Ahora, una reflexión sobre el nuevo sentido que cobró el voto hispánico. Como nunca antes, el presidente Bush debe su reelección al giro que tomó ese voto étnico. Un sorprendente 44% de hispanos votó por él, lo que representa un récord, pues cuatro años antes había logrado 10 puntos menos. Kerry no supo llegar al corazón de esos votantes, que registran la tasa de crecimiento más alta de ese país. Por otra parte es evidente que los republicanos ganaron en los estados más rurales, y no pudieron hacer mella a los demócratas en los entornos urbanos. En la práctica se trata de dos países: uno poblado por conservadores, rednecks y bluecollars, y otro más refinado, pleno de liberales, whitecollars, empleados, intelectuales y artistas. Uno optó por los “valores familiares” –lo que sea que quiera decir eso y otro por el welfare state, la protección al ambiente y el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo. Unos apoyan la “guerra preventiva” y el papel de los EU como policía mundial, y otros la solidaridad internacional y la negociación antes que la fuerza.
No puedo negar que esta victoria tan amplia de Bush me sorprendió fuertemente. Pensé que la generosidad del pueblo norteamericano se evidenciaría con un espaldarazo claro a la moderación de Kerry. Pero sucedió lo contrario: nuevamente los Estados Unidos se encierra en sí mismo y manda al resto del mundo a volar. Pero como dice Michael Moore: es un buen consuelo saber que dentro de cuatro años ya no se podrá postular Bush el pequeño, y si alguien insiste en cambiar la ley para permitirle un tercer término siempre habrá un Clinton –Hillary o incluso Bill para detenerlo.

viernes, 5 de noviembre de 2004

Los EU y su encrucijada II

No cabe duda que observar las elecciones norteamericanas directamente en suelo de ese país deja una perspectiva diferente a la que uno puede construirse desde el exterior. Me trasladé con mi familia a casa de mis suegros, en Stockton California, en el valle de San Joaquín, y desde ahí pude movilizarme a la capital del estado, Sacramento, que se encuentra a tan sólo 45 minutos. Prácticamente toda la familia de mi esposa vive en este país desde hace casi 20 años; muchos de mis parientes políticos son ya ciudadanos americanos por naturalización o por nacimiento, lo que me brinda la oportunidad de percibir desde dentro las reacciones de la comunidad mexico-americana ante un proceso político que sin duda afectará sus intereses de conjunto.
Hay que señalar que el ambiente político que se percibe en lugares públicos contrasta fuertemente con lo que un mexicano puede esperar de un momento de tanta significación como es la renovación de una presidencia controvertida. Los debates se limitan a los diálogos grupales, pero no se trasladan a los espacios públicos ni al paisaje urbano. Por ejemplo, la propaganda abierta es apenas perceptible, limitándose a discretos rótulos que los vecinos colocan en los jardines frente a sus casas, apoyando al candidato o a las iniciativas de su preferencia. Fuera de eso, las calles se encuentran libres de publicidad política tanto visual como auditiva. La competencia propagandística se realiza en los medios de comunicación, que sí se inundan de mensajes a favor o en contra de candidatos o propuestas. También llama la atención la casi nula referencia al partido al que pertenece cada aspirante. Cuesta trabajo averiguar si tal o cual candidato es demócrata, republicano o independiente. La iconografía partidaria casi no existe: el asno demócrata o el elefante republicano no son elementos frecuentes en los mensajes, sino más bien son identidades manejadas por los medios. En este sentido las campañas electorales pueden ser calificadas de relativamente tranquilas, civilizadas y poco agresivas con el entorno. Esto es algo digno de imitarse, particularmente por parte de un país como México, donde las competencias comiciales se convierten en ferias escandalosas, invasivas, pendencieras y derrochadoras de recursos públicos. Tan sólo hay que recordar el basurero en el que transformamos nuestras calles y espacios públicos con propaganda de pésima calidad, contaminante y horrible.
La jornada electoral se desarrolló de forma tan tranquila que a mi, observador tropical, me pareció hasta aburrida. En este país es difícil localizar los centros de votación, que apenas están señalizados. En México estamos acostumbrados a que las casillas nos las coloquen a la vuelta de la esquina, y que casi nos lleven de la mano a votar. En EU cada votante debe enterarse con sus medios de a dónde debe presentarse a votar, además de que la ubicación de las casillas casi nunca cambia, como tampoco los funcionarios electorales. Se las ubica sobre todo en edificios públicos, como la estación de bomberos donde votó Bush. Yo observé en dos casillas ubicadas en el edificio administrativo del condado de Sacramento. Me llamó la atención el grado de tecnologización del proceso, algo sin duda necesario en un país donde no solamente se vota por candidatos sino también por decenas de propuestas administrativas. Cada votante se llevaba al menos 15 minutos en el proceso de emisión de sus opiniones, en papeletas diseñadas para el lector óptico que existe en cada casilla. El equipamiento –urnas, mamparas y demás es duradero para uso continuo, en contraste con la parafernalia de las casillas mexicanas, que se desecha en cada elección. La profesionalización de los funcionarios de casilla es evidente, lo que permite un tránsito fluido de electores. Otra ventaja es la posibilidad de emitir el voto por adelantado y por medios diversos, como el correo o el voto electrónico. El Internet todavía no se aprovecha por los bien conocidos agujeros en su seguridad.
La comunidad hispana californiana me pareció muy comprometida con el apoyo al candidato John Ferry. California le dio sus 55 votos en el colegio electoral, de un total de 270 que requería para ganar –y que finalmente no logró. Al menos en este estado las minorías y los sectores progresistas se volcaron en una clara mayoría en favor del demócrata, lo que ayudó a crear la ilusión de una victoria inminente, que luego se ha transformado en una decepción generalizada. El mismo día de la elección pude observar cómo grupos de estudiantes de la universidad estatal de California en Sacramento promovían a los candidatos demócratas sin contraparte republicana. El ambiente era de una victoria anunciada. Esto hizo doblemente dolorosa la derrota en el estado dorado. Una encuesta Gallup al día siguiente de la elección mostró que un 23% de los americanos se muestra entusiasta por la victoria de Bush, un 33% son optimistas, pero un 18% se manifestaron pesimistas y un 24% se dijeron temerosos (“afraid”) ante el futuro. Esto evidencia la profundidad de la división en que cayó este país en un momento que requiere de decisiones ante un mundo crecientemente inseguro y ambiguo.