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viernes, 10 de junio de 2005

Precampañas sin fin

Han transcurrido ya casi nueve años desde que el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) recibió modificaciones sustanciales, en octubre de 1996, que pudieron ser consideradas como una auténtica reforma político electoral de largo aliento. Después de esa fecha la norma mencionada ha sido objeto solamente de modificaciones menores; tal vez la más destacada es la que continúa en proceso, referente al voto desde el exterior. Es decir que en el ámbito político nuestro país se ha estancado --por lo menos a nivel de la normatividad-- en un estadio previo al que uno podría esperar luego de la alternancia presidencial en el 2000. No se ha concretado una auténtica reforma del Estado, uno de cuyos componentes básicos sería el de establecer mecanismos electorales más ágiles, confiables y previsores. Liberar controles excesivos y caros, pero ajustar los cabos sueltos, como las precampañas, el financiamiento y el acceso a medios.
Esta es la razón por la cual hoy día padecemos como uno de los males nacionales el de la extensa calentura preelectoral, que introduce un elemento indeseable de incertidumbre al resto de los elementos del conjunto social y productivo. Es impresionante que a 13 meses de las elecciones federales nos encontremos ya en plena efervescencia política provocada por los afanes personales de líderes acelerados, así como las ambiciones miopes de partidos y elites hegemónicas. El presidente de la república ha renunciado en los hechos a su facultad de conducción en este último cuarto de su sexenio, y lo cede a los protagonismos de los precandidatos, propios y extraños. El Congreso experimenta un fenómeno similar y legisla a tumbos, aparentemente respondiendo a presiones y urgencias coyunturales que a una agenda integral y comprensiva. Como muestra puedo mencionar el inminente periodo extraordinario de sesiones, que fue provocado en primera instancia por una sentencia de la Suprema Corte, y que se dedicará en exclusiva a apagar los fuegos de la urgencia, incluyendo el muy debatible asunto del voto desde el exterior. Por su parte, el poder judicial continúa legislando en la práctica mediante jurisprudencia interpretativa sobre nuestras muy ambiguas normas, que fueron concebidas para lubricar el entorno autoritario previo a la alternancia, cuando el ejecutivo relativizaba el estado de derecho según sus conveniencias.
Desde hace un buen rato la realidad política ha rebasado con creces a la normatividad que la regula. Eso ha propiciado esta sensación de caos que compartimos muchos angustiados observadores, que a cada rato nos preguntamos si la democracia puede ser eficaz cuando se carece de la cultura y las prácticas que la escoltan en otros entornos sociales más rancios en tradición republicana. México ha llegado al goce de las libertades individuales sin haber “blindado” a las instituciones en contra de la anarquía. Por ello privan las ambiciones particulares por sobre las necesidades del conjunto en todo el escenario político nacional y en todos los niveles de gobierno. La corrupción evidente en todos los partidos y en muchos de nuestros políticos es el resultado inevitable de esta anomia social, que impone sus condiciones y rebasa a una ley impotente y desfasada.
Urge como nunca la reforma del Estado mexicano. Los usos han rebasado a la norma que supuestamente los regula, y esto conduce a cualquier sociedad a una situación de desorden y los consecuentes abusos. No nos extrañe que los partidos se vean incapaces de regular a sus propias huestes o a sus paladines adelantados, algunos de los cuales le apuestan más a abrumar a sus institutos políticos sobre la base de sus popularidades mediáticas –recordemos al precandidato Fox en 1999 o al López Obrador de hoy que a convencer para vencer. El resultado es un abaratamiento acelerado de la política y de los políticos, que compiten con ventaja con los cómicos de la tele, a quienes les proporcionan guiones y scketches perfectamente ensayados para provocar las bufonadas más atolondradas. Ya no hay políticos serios, sólo demagogos locuaces dentro de la tierra del ridículo electorero.

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