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viernes, 23 de junio de 2006

Al fin, la tregua electoral

Nos encontramos a nueve días de la jornada electoral federal, estatal y municipal, y a tan sólo cinco de que entremos en la anhelada tregua electoral obligatoria que nos permitirá reflexionar a conciencia sobre el sentido de nuestros votos –ojo: ¡serán seis!-. Luego de más de cinco meses de padecer campañas propagandísticas que rondaron el denuesto, la descalificación y el lenguaje rudo, incluso soez, podremos al fin descansar del barullo preelectoral. Será espléndido olvidarse de la lluvia de mensajes televisivos, radiofónicos y la contaminación visual de nuestras ciudades y pueblos. La propaganda no contribuyó mucho a que los ciudadanos realmente nos informáramos de los perfiles y las propuestas de partidos y candidatos. Incluso para los que tenemos la costumbre de buscar la información hasta en los últimos rincones, resultó difícil hacerse de elementos de juicio más objetivos. La tele apabulló.
La atención nacional se concentró más en los escándalos recurrentes y con facilidad fuimos distraídos por el vodevil que nos armaron los señores y señoras candidatos, particularmente mediante acusaciones mutuas de corrupción, tráfico de influencias, ineptitud y ambiciones desmedidas. Si hiciéramos caso de tanta increpación llegaríamos rápidamente a la conclusión de que nadie se salva en el basurero de la política. Afortunadamente no es así. Lo que nos sucede es que seguimos siendo neófitos en este asunto de la competencia democrática, y no hemos aprendido las difíciles aptitudes para la tolerancia, la colaboración, el debate respetuoso y la urbanidad política.
Esta semana que viene hay que desintoxicarse de propaganda impertinente. La calma deberá contribuir a que ejercitemos nuestro raciocinio y tomemos decisiones fundadas en el conocimiento, no en el sentimiento. Somos un componente más dentro del enorme concierto de la voluntad nacional, pero nuestra participación es vital para que mantengamos el rumbo democrático del país. Realmente no importa demasiado por quién votemos, pues al final no existe político que coma lumbre o patee el pesebre. De ninguna manera ponemos en riesgo nuestro futuro ni nuestra viabilidad como nación al optar por el señor X o la señora Y. Al elegir gobernantes y representantes de cierto partido enviamos un mensaje de confianza hacia el modelo que representa, la opción ideológico-programática que más nos satisfizo en el momento, y solamente eso. No hay que caer en la trampa del voto del miedo. No hay peor cosa que votar “al negativo”, es decir votar para que no llegue un partido o candidato cualquiera. Mejor hay que hacerlo con sentido positivo, y optar por el -o la- que nos despierte más simpatía y confianza.
Yo no creo que la elección del 2 de julio sea parteaguas alguno. Prefiero creer que significa tan sólo un paso más hacia nuestra madurez política, y que hay muchos mensajes ciudadanos remitidos hacia los candidatos en el sentido de que, si llegan al poder o a la representación, deberán modificar muchas de las conductas primitivas que les conocimos en las campañas. Ningún gobernante podrá ignorar la creciente fuerza de las oposiciones, y estará obligado a consensuar y debatir con sus rivales. De eso se tratan los equilibrios de la democracia, el sistema de pesos y contrapesos que evita la concentración de poder en pocas personas. No hay duda que ya vivimos en una situación de poliarquía, de la que nos habló Robert Dahl, muy diferente a la presidencia imperial de antaño.
Son seis las boletas a cruzar. Son seis las elecciones que debemos realizar los ciudadanos. ¿Conocemos realmente todas las opciones para cada una? ¿Decidiremos hasta el momento de enfrentar la boleta con el crayón en la mano? Creo que no debemos hacer eso. Yo tengo un método personal: estoy haciendo mis listas, eliminando primero los partidos y candidatos por los que nunca votaría, por cuestiones de identidad ideológica. De los que me queden, dos o tres opciones por boleta, pienso decidirme con calma esta semana que viene. A lo mejor me hago un “acordeón” que me permita recordar mis decisiones cuando me encuentre dentro de la mampara. Creo que es buena idea para no confundirse y votar diferenciadamente. Pero por supuesto hay muchos que mejor votan “en cascada” y se evitan problemas. Son los del llamado “voto duro” partidista. Francamente no me quiero contar entre ellos.

viernes, 16 de junio de 2006

Partidos, balones y dinero

El pesadísimo ambiente futbolero que viviremos -y padeceremos los no aficionados- durante casi un mes es un nuevo motivo para referirnos a la política, pero ahora aprovechando para hacer paralelismos y metáforas desde la cancha del deporte profesional. Podemos decir que en ambos campos hay “partidos”: unos que se refieren a las sectas y parcialidades políticas, y otros que más bien designan los encuentros y contiendas en que se enfrentan dos equipos de afanosos pateadores de pelota. Ambos tipos de partidos implican la noción de lucha, de pugna para obtener un objetivo, un “goal” o “gol”, que abre las puertas a la victoria. El balón es el objeto perpetrador de esa conquista; en la política democrática lo es el voto y su portador físico, la boleta. Claro que en el futbol los equipos son parejos y exigen la equidad por parte del arbitraje; pero en la competencia electoral es lo mismito. Se supone que todos los equipos cuentan con las mismas condiciones para el triunfo, y que lo único que marca la diferencia es el talento individual y de grupo, la fortaleza física y el temple mental. En el caso de la competencia electoral se supone que las palmas se las lleva el equipo que cuente con el mejor candidato, la oferta más atractiva, las promesas más sugerentes, la ideología más preciada. Sin embargo en ambos casos las cosas no suceden como dicta la teoría y las normas que regulan la refriega. Resulta que son los intereses extradeportivos y extrapolíticos los que inciden con más efectividad en los resultados que se experimentan en la realidad de la cancha o el sufragio.
Esos intereses oscuros tienen que ver con el mercantilismo y el dinero. Los ideales del deporte como actividad lúdica y superadora del ser humano se corrompen por los dictados de los oligopolios comerciales. Los grandes negocios que propicia el futbol profesional son la causa de su decadencia moral. En lo personal me confieso sentirme ajeno al fenómeno mediático del futbol opulento y extraviado que impulsa la FIFA y los mercaderes de la imagen. De ninguna manera me “pongo la verde” pues no me siento representado por ninguna “selección”, ni me quita el sueño el eventual papel que pueda ejecutar la “oncena nacional”. Los jugadores profesionales hace tiempo que perdieron su liga con los afanes originales, gozosos y de sana competencia del futbol llanero y popular. Hoy esos muchachos son peones de capitalistas pervertidos que lo que menos les interesa es fomentar el deporte como expresión de la muy natural necesidad humana -y animal- de atemperar el físico, desarrollar nuestras habilidades corporales y competir gregariamente para socializar y compartir nuestra alegría de ser lo que somos.
La política también se ha visto contaminada por el mercantilismo y el poder corruptor del capital. En esta posmodernidad que nos ha tocado vivir, la competencia política se dirime ante los medios y no ante los ciudadanos. La victoria podrá depender más de la habilidad de los mercadólogos y publicistas para “vender” un “producto”, un candidato en este caso, que del debate razonado de ideas, perfiles y propuestas. Pesa más la apariencia que la realidad. No es necesario ser honesto; es preferible parecerlo. La forma es fondo. Al final quien gane habrá dilapidado recursos que desembocan en los abultados bolsillos de los monopolios de la comunicación y la propaganda. Al igual que en el futbol profesional, se nos habrá vendido un sueño, una imagen, una quimera que nos alegrará el rato gracias a la temporal incertidumbre de la competencia. Al igual que cualquier animal que gusta de la cacería, los seres humanos nos alimentamos de la carne del rival y la saboreamos mejor con la adrenalina del combate. Pero siempre quedará esa ulterior sensación de vacío, de insatisfacción, que nos llevará a buscar nuevas cacerías, nuevos combates, nuevos partidos -match- y nuevas elecciones.
Soñando un poco diré que ojalá un día el futbol y el deporte regresen a ser lo que fueron: simples ocasiones para el goce y la convivencia social, sin que fuesen corroídos por las ratas del mercado. Y diré también que me encantaría ver a la política en esa misma utopía idealista, y que recuperara su esencia original como actividad que permite a las personas vivir juntas sin exterminarse mutuamente. Sólo eso, sin la halitosis de los vocingleros de la tele y la suciedad de las talegas de los mercaderes. Qué ingenuidad…

viernes, 9 de junio de 2006

¿Para qué debatir?

Es casi imposible evadir como tema de la semana el debate del martes pasado entre los postulante a la presidencia de la República, que ahora sí se presentaron completos a exponer y confrontar puntos de vista ante el auditorio televisivo. Sin duda este debate llamó más la atención y fue más interesante que el primero, que padeció la ausencia del entonces puntero en las encuestas y que por lo mismo pareció más un ejercicio de boxeo de sombras entre cuatro contendientes, de los que sólo dos podían albergar aspiraciones realistas a disputarle al puntero la opción de la victoria.
La democracia mexicana, la auténtica, la que inauguramos en las elecciones de 1991 con el debut del IFE como nuevo y renovado árbitro, ha acumulado ya 15 años de ejercicio, con saldos ampliamente positivos, como lo evidencia el alto grado de aceptación y legitimidad que ha acumulado ese instituto. A pesar de ello, en tres comicios presidenciales apenas se han realizado cinco ejercicios de debate presidencial, todos ellos frustrantes por la rigidez y artificialidad de los formatos. Todos me han parecido montajes severos y entumecidos, que impiden el intercambio libre de argumentos y contrargumentos entre los participantes, quienes se concentran más en dirigirse a los televidentes que a responderles a sus contrincantes. Han sido una sumatoria de monólogos, con alguna eventual pulla que con frecuencia es ignorada o descalificada. La argumentación es pobre, y más bien se busca el golpe mediático, la proyección de imágenes -seguridad en sí mismo, sonrisa imperturbable, apostura, semblante confiable, vestuario impecable, estampa presidencial- y la evidencia de facultades histriónicas y de oratoria elocuente. Poco importa que esa imagen esconda personalidades aviesas, intenciones ocultas, intereses comprometidos, inteligencia enana y cualquier cantidad de defectos que nunca se harán evidentes ante la brillantez de las luces del escenario y la complicidad de la cámara y el maquillaje.
Aunque reconozco la utilidad de estos ejercicios parciales, insisto en la necesidad de que avancemos hacia nuevos estadios de información y debate electorales. Si continuamos el camino pervertido de anudar las campañas políticas a los medios masivos, particularmente los electrónicos, estamos renunciando a la posibilidad de que los ciudadanos promedio no tengan más fuente de información política que la televisión o la radio, tan empapados de intereses particulares y agendas inconfesables. Me pareció patético, por ejemplo, que Televisa se arrogue el derecho de demandarles a los presidentes de los partidos que firmen un pacto que los comprometa -¡una vez más!- a cumplir con lo que demanda la ley, y reconocer sin embragues el triunfo de la opción política que el árbitro declare ganador. ¿Es Televisa una especie de procuraduría ciudadana que marca el paso y supervisa la acción de los agentes públicos? ¿Lo es Televisión Azteca? ¿El grupo ACIR o MVS? Por supuesto que no.
En los siguientes estadios de nuestra democratización permanente, debemos alejar a los partidos y candidatos de su actual dependencia de la imagen en medios electrónicos. La publicidad en esos medios debe regularse o incluso eliminarse, como en España. Los partidos y candidatos deberían tener acceso a cuotas equilibradas en cuanto a su acceso a medios, y que se imposibilite la contratación directa. La difusión de debates y demás espacios de información real debe ser obligatoria y parte de los tiempos oficiales, en horarios estelares y por las cadenas más amplias y populares, no como ahora, que se difundieron por medio de los canales segundones de las televisoras cuyos públicos objeto son la clase media y el componente infantil -los debates “Bob Esponja” se les ha llamado-. Los debates deberían ser obligatorios para todos los candidatos, hacerlos más abundantes y habría que flexibilizar su formato. Hay que hacerlos debatir entre sí para que mutuamente desnuden sus flaquezas y evidencien sus fortalezas. No se trata de hacer un show de lucha triple A, sino ejercitar las facultades del raciocinio y la dialéctica socrática. ¿Por qué no confrontar a los candidatos a un panel de académicos y periodistas destacados? ¿Por qué no verlos dialogar con las mejores mentes del país, con la inteligencia nacional? Con ello sí veríamos de qué cuero salen más correas, y nos permitiría a los ciudadanos calibrar sus bondades y descubrir sus raquitismos. Debemos procurar bajarle al peso de la propaganda vacua, superficial y estrafalaria, para incrementar la presencia de foros para la información y el debate auténtico. Para votar hay que pensar, no rumiar.