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viernes, 15 de diciembre de 2006

El PAN y la nueva hegemonía

Las elecciones del 2 de julio pasado tienen muy diversas lecturas a lo largo y ancho del país. En lo esencial significaron una redistribución político-electoral que tendrá consecuencias directas sobre la gobernabilidad en el sexenio presidencial que se inicia. Emergió con fuerza un tercer actor, la izquierda carismática, que no había vuelto a levantar cabeza desde el cardenismo en 1988. El lopezobradorismo y su accidentado desfogue en la “presidencia legítima” de opereta introduce un factor inopinado que someterá a contrapunto constante no sólo a la administración federal panista, sino también a las autoridades y representantes electos del PRD. Por su parte, el PRI pagó las consecuencias previsibles de un desafortunado proceso de selección interna sumado a los pecados acumulados de un pasado autoritario que se niega a morir, y por ello se vio confinado a un inédito tercer lugar nacional, que lo pone en una situación precaria dentro de un entorno cada vez más polarizado entre izquierdas y derechas.
El PAN confirmó, consolidó o amplió sus enclaves –que ya no lo son tanto- como el cinturón panista que atraviesa el país, constituido por Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes, Jalisco y San Luis Potosí. El Bajío pues. Gobierna ya a 554 municipios --12 capitales estatales-- y 9 estados. Repitió triunfos en la mitad de los municipios donde gobernaba. 22.3 millones de mexicanos habitan en entidades gobernadas por este partido, y 31.5% en municipios ídem. Además refrendó su control sobre el ejecutivo federal gracias a la apretadísima victoria presidencial de Felipe Calderón, el auténtico “caballo negro” que desbancó primero al delfín foxista y luego al desaforado peje. Es innegable que esta organización política está atravesando por un momento de florecimiento nacional, sólo disputado por el enorme avance del PRD, el gran ganador del proceso a pesar de él mismo.
El PAN ha acumulado 15 años gobernando al estado de Guanajuato, a los que se sumarán los seis de la administración de Juan Manuel Oliva, para totalizar 21: toda una vida. Hay que recordar que el ex partido de Estado, el PRI, gobernó durante 62 años, y por ello fue posible hablar de una hegemonía política exclusivista. Con la larga preeminencia del PAN podemos ya hablar de una “nueva hegemonía”. Para colmo, 36 de los 46 municipios, más la totalidad de las diputaciones uninominales federales y locales, están en manos de este partido. En la práctica estamos hablando del retorno del “carro completo”, de tan infausta memoria.
Los resultados del 2 de julio tiñeron a Guanajuato de un azul más azulado que nunca. Felipe Calderón recibió 1 millón 155 mil votos de los guanajuatenses, el 60.5% del total estatal. Ese volumen significó el 7.7% del gran total que votó por ese candidato en todo el país. Juan Manuel Oliva obtuvo un 61.9%, superior incluso a Calderón, y haciendo contraste con lo que sucedió seis años antes, cuando Romero Hicks se quedó 4 puntos por debajo de Fox. En cambio, a nivel de ayuntamientos el voto panista representó el 52.7%, lo que evidencia que muchos simpatizantes del PRI y de otros partidos optaron por los candidatos presidencial y estatal panistas, pero mantuvieron sus preferencias en el nivel municipal. Tres años antes, la votación municipal había otorgado un 43.2% al PAN, lo que evidencia un avance de casi diez puntos en tres años, lo que permitió desbordar el predominio panista de 24 a 36 ayuntamientos.
Esta nueva hegemonía plantea cuestiones inquietantes en torno a la calidad democrática y la capacidad de mantener los necesarios equilibrios entre fuerzas políticas que se escrutinan entre sí. La bondad del sistema de pesos y contrapesos queda en entredicho cuando una sola potencia partidista acapara prácticamente todos los puestos de representación, y deja la morralla a los rivales, que pierden cualquier capacidad de negociación y vigilancia por su nula capacidad de chantaje necesario. Desde hace varios años hemos venido presenciando muestras de una creciente intolerancia de parte del nuevo partido hegemónico hacia sus contrapartes ideológicas, y ha venido ejerciendo crecientemente su avasallaje electoral como una patente de corso que le ha extendido la ciudadanía. Se han revivido viejas prácticas que creímos superadas al haberse expulsado a la vieja elite del poder: tráfico de influencias, nepotismo galopante, ajustes de cuentas entre la misma elite, patrimonialismo, refuncionalización de cacicazgos regionales, culto a la personalidad del gobernante en turno, simulación, ingerencia en los órganos electorales, amiguismo, partidas secretas, discrecionalidad en las políticas públicas, ausencia de un servicio civil de carrera auténtico, etcétera. A estos viejos vicios se suman nuevos como el abandono cínico del laicismo, un culto exagerado a la cultura empresarial, corrupción de cuello blanco legalizada --los bonos y liquidaciones--, y una hipocresía muy al estilo de las “buenas conciencias” de Carlos Fuentes.
No quiero que se me malinterprete, y que de mis palabras se asuma un trasfondo quejumbroso. Aunque no comulgo con la ideología panista, reconozco a plenitud que la misma reproduce muchos de los sentires y percepciones compartidas de un componente mayoritario de la sociedad abajeña. La democracia le ha devuelto la voz a esas mayorías, que han sabido expresar sus voluntades de gobierno mediante el voto efectivo. Sobre esta plataforma, el PAN ha ido construyendo una nueva visión de partido, y ha evolucionado hacia el necesario pragmatismo que inyecta la función pública real. Con ello ha abandonado en la práctica viejas banderas idealistas, que en un tiempo le proporcionaron la calidad moral que le permitió navegar sin demasiada contaminación entre las sórdidas y mugrientas aguas de la política de tiempos de la “ley de Herodes”.
Los tiempos de la nueva hegemonía plantean retos inéditos, que tensarán al límite muchas de las capacidades reales de la democracia. La preeminencia del PAN es un arma de dos filos, que tanto bien como mal puede hacerle al mismo partido, y por supuesto a los habitantes de un estado donde la política es un arte sofisticado, florentino y maquiavélico, aunque se le quiera revestir de albiazules túnicas santificadas.

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