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viernes, 9 de julio de 2010

Bicentenario Disney

Bicentenario Disney



Publicado en Milenio de León, en 15Diario y en Gurú político.

La llamada Expo Guanajuato Bicentenario se acerca a su inauguración. Alrededor de mil millones de pesos habrá costado un megaproyecto que se caracterizó por sus prisas, sus pausas y los cambios en su conducción y concepción. Desde el principio la idea pareció ser una ocurrencia personal, más que una empresa educativa ambiciosa y de largo plazo. No hubo chances ni tiempo para el debate, ni para que desde la sociedad y las instituciones educativas se plantearan ideas alternas que pudieran enriquecer la conmemoración histórica más importante que podrán presenciar las generaciones hoy vivas. Como en los viejos tiempos, la decisión quedó en manos de políticos poderosos pero carentes de sensibilidad y cultura histórica.

Contrasta con lo que sucedió hace un siglo. Cuando recordamos los festejos del primer centenario de la gesta independentista en 1910, de inmediato los referenciamos con obras y edificaciones porfirianas que se han convertido en íconos de la identidad mexicana. La columna de la independencia, por ejemplo, fue encargada por el presidente Díaz al arquitecto Antonio Rivas Mercado diez años -no diez meses- antes de la fecha de su inauguración. Primero se analizaron diversos proyectos, hasta que el 2 de enero de 1902 se colocó la primera piedra del monumento, que se inauguró finalmente el 16 de septiembre de 1910. Para preparar la conmemoración centenaria, durante esa década el gobierno federal sembró el país con obras y monumentos que aún perduran, como los hermosos monumentos a Hidalgo en Guanajuato y Dolores, o el magnífico mercado Hidalgo de la ciudad de Guanajuato, que todavía hoy, a cien años, presta servicio como espacio para el expendio de mercancías de primera necesidad.
Nada mejor que conmemorar los centenarios con obras que sean trascendentes, y que puedan ser relacionadas por la memoria colectiva con el evento irrepetible. En el Guanajuato de hoy, parece que la única obra directamente vinculada con la remembranza histórica será esta “Expo” -neologismo espantoso importado del inglés- que inaugurará pronto el presidente de la República. Pero su conceptualización es más cercana a la de las ferias y centros recreativos que a la de un recinto dedicado al cultivo del conocimiento histórico y al homenaje a los hombres y mujeres que nos legaron independencia y conciencia social. Los diferentes pabellones expondrán la visión tutti-frutti del régimen sobre nuestra historia y destino, aderezada con presentaciones de los “artistas” pop del momento, la mayor parte de ellos analfabetas funcionales.

Repartidos por los espacios encontraremos diferentes monigotes que representarán personajes, historias mezcladas con la leyenda, reproducciones fidedignas de animales prehistóricos, cabezas olmecas y atlantes de fibra de vidrio, así como escenografías de cartón que nos darán una idea de las exóticas calles de Dolores Hidalgo, Guanajuato y San Miguel, cuyos originales están a unos cuantos kilómetros de este Disneyworld de la independencia. Historia visual de pacotilla para los holgazanes de la lectura. Un producto típico de una época donde la virtualidad tiende a desplazar a la realidad.
Cuatro meses durante los cuales el show de la superficialidad hedonista desplazará al verdadero conocimiento del camino andado por esta nación, que por cierto no cumple 200 años de libertad, como reza la engañosa publicidad. Desde ahí estamos mal, pues el público recibe de entrada errores garrafales, pues México concretó su independencia once años después. Lo que se conmemora es un levantamiento libertario que pondrá en evidencia las aspiraciones del criollismo novohispano; la chispa que encendió una mecha muy larga.
El proyecto arquitectónico carece de originalidad. Siete cajones y un montón de esferas no parecen una propuesta de frontera. Pero se promete “un sinfín de atractivos, exposiciones, foros, congresos, espectáculos y conciertos que te dejarán una experiencia inolvidable”. Y todavía mejor si la acompañas con la soda que es “chispa de la vida”, además de patrocinadora del jolgorio. Además, “14 mil metros cuadrados de museografías inéditas [ni modo que no lo sean] con importantes colaboraciones como la del Premio Nobel de Química, Mario Molina, y el célebre antropólogo español, Juan Luis Arzuaga”. Y por supuesto el espectáculo de luz y sonido del “francés Xavier de Richemont”. Por favor. El joven paleontólogo Arsuaga -con “s”, no con “z”- no es más célebre que muchos otros de sus colegas europeos y americanos. Y se evidencia el malinchismo más puro cuando se insiste en la nacionalidad de los especialistas, confirmando que no hemos logrado nuestra independencia mental.

Me pregunto si los mil millones no hubieran tenido un mejor destino de haberlos dedicado a proyectos de educación cívica e histórica dirigidos a nuestros jóvenes, que han crecido bajo un modelo educativo desnacionalizado y empobrecido por la eliminación de contenidos humanísticos. Pero se me olvida que eso hubiera dejado fuera a una pléyade de constructores y proveedores que se han embolsado la mayor parte de esos millones.


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