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viernes, 29 de abril de 2011

Migración mortal

Migración mortal

Publicado en Milenio de León.

Cuando en 1994 se echó a andar la “operación Gatekeeper” (portero, guardavalla) por parte del gobierno federal de Estados Unidos en el sector de la frontera mexicana más frecuentado por los migrantes indocumentados, que entonces era el de Tijuana-San Ysidro, se provocó un fenómeno indeseable: el incremento de la mortalidad relacionada con la propia acción migratoria. Cuando dicha operación se amplió a otros cruces fronterizos muy transitados en Arizona y Texas, el paso por los mismos se hizo prácticamente imposible en condiciones seguras. Los aspirantes a trabajadores internacionales debieron buscar lugares de cruce alejados de centros poblacionales, a merced de la naturaleza implacable y de criminales desalmados. Los “coyotes” o traficantes de personas incrementaron sus tarifas y eventualmente ellos mismos se convirtieron en depredadores de los migrantes. Desde entonces, el número promedio de muertes en estos intentos de cruce se ha ubicado entre los 300 y 400 anuales: prácticamente un migrante fallecido por día.
Sin embargo el flujo migratorio se mantuvo creciente: valía la pena correr el riesgo de perder la vida, ante el “sueño americano” y la promesa de recibir un “minimum wage” de entre 7 y 8 dólares la hora, más de 90 pesos mexicanos, que equivale al pago por toda una jornada en el campo nacional. Si consideramos que al año se concretan entre 250 mil y 350 mil cruces ilegales en la frontera México-EUA, la aritmética elemental nos marca que esa decisión es racional. El migrante se arriesga, pero con la conciencia de que es lejana la probabilidad de que le toque la de malas.

Pero en los últimos años se ha sumado otro motivo para que el trabajador en tránsito piense las cosas con más calma: la irrupción del crimen organizado como nuevo depredador de esos viajeros. Las carreteras de México que se dirigen hacia la frontera norte se están poblando de bandas delincuenciales que asaltan autobuses de pasajeros, o bien los trenes de carga –cargados de centroamericanos- y secuestran o amenazan a los migrantes, al punto de exterminarlos como animales. Las fosas que se han localizado en Tamaulipas y Durango, donde se ha exhumado tres o cuatro centenares de cuerpos, son un indicador alarmante de que la situación real debe ser mucho más grave. Las fosas que se han localizado son producto de “pitazos” o de confesiones, no de una investigación sistemática por parte de las fuerzas públicas. Esto me hace temer que existan muchos otros depósitos de cadáveres que no se conocen aún, y que el drama mortal de la migración se ha incrementado exponencialmente en los últimos meses.

Creo adivinar –porque no hay elementos objetivos para un cálculo realista- que son ya miles las víctimas de este asalto sistemático. Quiero creer que sólo a una minoría de los damnificados se le ha privado de la vida: la mayor parte la ha librado pagando la extorsión, o bien uniéndose a las bandas delincuenciales, que emprenden auténticas “levas” para alimentar sus huestes, pues su vez han sido diezmadas por el ejército, la marina y las policías honestas –si es que existen-. La arraigada cultura del silencio y el miedo a la denuncia ocultan la verdadera dimensión de esta tragedia nacional. Las familias en las comunidades de origen no suelen denunciar la desaparición de sus parientes por miedo a represalias. Ello es evidente por la lentitud en que han respondido esas familias a los llamados oficiales a colaborar en la identificación de los cuerpos. Estos serán identificados sólo en una mínima proporción, estoy seguro.
Fosas clandestinas en Durango

El Estado mexicano y las naciones centroamericanas deben promover la integración de un padrón de desaparecidos que se alimente de denuncias generadas a nivel de las comunidades originales. Su administración podría estar a cargo de organizaciones de derechos humanos, para evitar el miedo a las filtraciones de las fuerzas del orden. Incluso yo pensaría en una posible colaboración con las agencias del gobierno de los Estados Unidos, que cuentan ya con un padrón detalladísimo de trabajadores inmigrantes, tanto documentados como indocumentados. Con el cruce de información nacional e internacional podría dilucidarse el tamaño real del problema, y emprender una búsqueda sistemática y permanente de los desaparecidos, migrantes o no, para devolverle al ciudadano común algo de su perdida confianza en la seguridad de nuestras calles y carreteras. No basta combatir a los criminales; también hay que atender con oportunidad las secuelas sociales de esta guerra sin fin.
Milenio-León: al 12 de abril ya eran 57 los guanajuatenses desaparecidos


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