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martes, 2 de agosto de 2011

Salvador Rocha Díaz, in memoriam, 3/3

Salvador Rocha Díaz, in memoriam, 3/3

Este artículo, el tercero y última de una serie, no quiso ser publicado por el periódico de Guanajuato. Recibí en cambio una carta del jefe de Recursos Humanos, Humberto Ramírez, comunicándome que: "[...] a partir del 01 de Agosto del presente año su participación en nuestras páginas del Periódico Correo que muy gentilmente colabora con el contenido: DIARIO DE CAMPO ya NO será publicada; Esto atiende a necesidades de reestructura y reorientación del perfil en los contenidos."
Yo nunca fui empleado del periódico, ni recibí pago alguno por los 380 artículos con los que colaboré desde octubre de 1998.
Hay personas con heridas aún abiertas por los sucesos lamentables que acontecieron en el gobierno estatal de Guanajuato en 1984. No quise lastimar a nadie con este testimonio sobre una persona extraordinaria. Pero todavía padecemos la autocensura en los medios.
Va la culminación de esta serie...

Salvador Rocha Díaz participó en el gobierno estatal de Enrique Velasco Ibarra como su Secretario General de Gobierno, y posteriormente en el interinato de Agustín Téllez Cruces. Le tocó enfrentar una difícil situación de descomposición política local y vacío de poder.
Colaboró en la Secretaría de Gobernación como director general de Asuntos Jurídicos. Dejó este cargo para ocupar un ministerio numerario en la Suprema Corte de Justicia de la Nación a partir del 4 de octubre de 1988. Su experiencia de hombre público se ampliaba así al poder judicial, adicionándose a sus actuaciones anteriores en los poderes legislativo y ejecutivo.
Salvador Rocha solicitó una licencia a la Suprema Corte a partir del 26 de septiembre de 1991 luego de que, por instancia presidencial, aceptó la invitación de Carlos Medina Plascencia para participar en su administración como Secretario de Gobierno, dentro de la difícil circunstancia de una transición política y un inédito cogobierno.
Sus nociones estaban maduradas por años de ejercer el arte de la polémica, el cultivo de la escritura y el asiduo paseo por la lectura. Todo ello engarzado en una vida personal intensa que le proporcionó un gran sentido cosmopolita y universal, pero en curiosa convivencia con un orgullo regionalista por su profundo amor al terruño.
Fue un político pragmático que detestaba la inmovilidad, el diletantismo o la demagogia. Pero su sentido de lo práctico no se oponía a su profundo idealismo ‑al fin y al cabo era un poeta‑ y al imperio de su sensibilidad. Con igual efectividad lo vi enfrentarse a los obstáculos para concretar el establecimiento de la General Motors en Silao, como involucrarse en la publicación de libros artísticos o históricos, la programación académica de un coloquio cervantino o confrontar a la estructura centralizada del FIC. Dentro de su esquema mental convivieron la economía con la cultura, la seguridad pública con la educación cívica, los servicios públicos con el desarrollo social. Todo ello envuelto en un gran sentido de la honorabilidad que le obligaba a despreciar y combatir la corrupción, mal crónico en el gobierno.

En términos ideológicos yo le habría clasificado como un liberal, en el sentido de haber sido una persona totalmente ajena al conservadurismo. Varias de sus convicciones lo acercaban a la izquierda, como su identificación con las necesidades de las mayorías populares, su reconocimiento del derecho de la mujer sobre su cuerpo, su respeto a los homosexuales y otras minorías, y la democracia no como simple procedimiento, sino como permanente acción educativa.
Hombre polifacético e hiperactivo, un personaje polémico que lo mismo despertaba amplias simpatías como radicales antipatías. Fue abogado defensor de causas polémicas, pero siempre asumiéndolas con un gran profesionalismo y compromiso con el cliente. Sin duda construyó una importante fortuna personal, pero nunca fue ostentoso ni manirroto. Nunca se negó placeres, y en un libro inédito de su autoría -que me obsequió- donde reflexionaba sobre la mejor manera de envejecer, aconsejaba al lector que, después de cumplir 40 años de edad, había qué preocuparse por hacer todo aquello que por falta de tiempo o dinero nos habíamos ahorrado: aprender a tocar un instrumento, lanzarse en paracaídas –como él en efecto lo hizo-, realizar el viaje anhelado, tener la aventura soñada, aprender a hablar aquélla lengua que nunca pudimos estudiar, etcétera. De otra forma, cuando el individuo no sale de su rutina cotidiana, se esclerotiza y envejece más rápidamente. Él puso en práctica su teoría, y siempre tuvo un carácter juvenil y juguetón. Así lo quiero recordar.
Aunque no podría creer que él lo haga, le deseo que descanse en paz.

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