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viernes, 29 de octubre de 2004

Los EU y su encrucijada I

El martes próximo la mayoría de los electores norteamericanos habrán marcado el rumbo que seguirá su país –y en buena medida el mundo- por los próximos cuatro años. Ya ha sido advertido por Carlos Fuentes: de esta elección dependerá en buena medida el sentido que la humanidad le dé al naciente siglo XXI, al optar ya sea por un modelo unifocal donde una potencia lo decide prácticamente todo, o bien otro más plural con un sentido internacionalista y heterogéneo. Es decir que escogerán entre el aislacionismo de Bush, pleno de un sentido iluminado de salvamento moral, abogado de una seguridad nacional basada en el “ataque preventivo”; o bien la interacción con el mundo, la seguridad compartida y el poder ejercido con ética social, como propone Kerry.
Dos modelos de país que afectan al resto del mundo, en un entorno donde la globalización no sólo impone patrones de consumo globales, sino también modelos de pensamiento cada vez más encontrados. El “choque de civilizaciones” anunciado por el segregacionista Huntington parece manifestarse con mayor fuerza, y Bush propone llevarlo al extremo de la intolerancia belicosa, enfrentado con un Kerry que todavía cree en la fuerza de la palabra y la buena fe intrínseca en los hombres.
La trascendencia de la opción que tomará el pueblo norteamericano contrasta con la fragilidad y la dispersión administrativa del aparato electoral de ese país. Con una legislación anticuada, apenas retocada en el 2002 mediante la tímida medida de la ley Helping America Vote Act (HAVA), ese enorme país y sus centenares de condados se darán a la tarea de contar con más cuidado un número de votos que siempre carece de una precisión mínima y de controles que garanticen que en efecto todos sean contados. Es un sistema pulverizado, donde cada municipalidad define los métodos de emisión y conteo de los sufragios, responsable también del registro y seguimiento de los votantes pues no existe algo equivalente a un padrón electoral nacional-, que ha podido sobrevivir más de 200 años gracias a que usualmente los resultados, sobre todo de las elecciones presidenciales, no han sido demasiado cerrados. Por ejemplo, en muchos estados el voto por correo sólo se cuenta si los saldos de la votación son demasiado cercanos entre sí. Si la diferencia es amplia, sencillamente no se cuentan esos votos, que van a dar al basurero.
El registro de los electores es demasiado laxo, desde el punto de vista de democracias que acentúan más el aspecto procedimental del proceso, como es el caso del sistema mexicano o del francés. En los EU fácilmente se puede obtener el registro en más de un condado, presentando apenas alguna identificación. En muchos estados el registro electoral va de la mano del padrón de licencias de conducir –el “votante motorizado”-. Tampoco existe un sistema de verificación posterior de los votos, que permitiera realizar una disección del proceso, como sí es posible de hacer en México. En fin, que si un día nuestros hoy desempleados “mapaches” electorales quisieran exportar sus experticias, en los Estados Unidos podrían encontrar un campo virgen para aplicar sus nada sofisticados métodos para cambiar el sentido de una elección.
Los demócratas han emprendido una campaña que promueve el voto anticipado y que los electores potenciales se registren y en efecto acudan a votar. Los hispanos entre ellos. Los republicanos se concentran más en promover el voto del miedo, ante el terrorismo. En este panorama el voto de los méxico-americanos cobra hoy una importancia inédita, que le permite a esta comunidad colocarse como un mercado sumamente interesante para los aspirantes de todos los partidos -¿sabían que existen más de cien partidos con registro en los EU?-, y con ello su capacidad para negociar políticas públicas que beneficien a esa colectividad.
El clima preelectoral norteamericano no había estado tan caldeado desde hacía mucho tiempo. Tal vez desde la elección de Kennedy en 1959, cuando le ganó por un pelito al taimado Nixon. Y no es raro al analizar los antecedentes turbios de la elección presidencial del 2000, que fue resuelta no mediante el conteo escrupuloso de los votos sino mediante una resolución judicial que apoyaron cinco de los nueve jueces de la suprema corte. Esta en juego el futuro inmediato de la democracia americana, pero también el rumbo que tome nuestro planeta en los albores del nuevo milenio.
Es por esto que me decidí a ejercitar nuevamente la observación electoral, pero ahora desde la cuna de la democracia moderna. Me voy por una semana a Sacramento, para observar las tripas del proceso desde la capital californiana. En mi próxima colaboración les cuento lo que observé.

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