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sábado, 17 de septiembre de 2005

Soberanía e independencia

Al inicio del tercer milenio, México se inaugura como uno de los países que lideran el imparable proceso de globalización. Luego de que nuestro país mantuvo durante décadas una política de “fronteras cerradas”, “desarrollo hacia adentro”, proteccionismo y desarrollo estabilizador basado en el nacionalismo económico, a partir del salinismo nos volcamos con un entusiasmo excepcional hacia las mieles del mercado globalizado, gracias al TLC y a toda una colección de convenios internacionales que han convertido a México en el país más abierto en la aldea global que envuelve hoy al planeta. El nacionalismo y la imaginaria mexicanidad están cayendo en desuso y descrédito. Luego de que México logró conformar una identidad nacional que fue reconocida internacionalmente por su consistencia y solidez, hoy nuestra patria experimenta un creciente fenómeno de desculturización y homogeneización de valores que parece conducirnos hacia la anomía identitaria y la renuncia a un proyecto conjunto de nación. Esto es muy patente en las generaciones más jóvenes, que han crecido dentro de un marco de crisis económica y cultural, aunque con libre comercio y una facilidad creciente para acceder a bienes y servicios generados desde el extranjero. En términos de Carlos Monsiváis, ya andamos por la segunda generación de norteamericanos nacidos en México, en el sentido de que nuestros hijos consideran poco adecuado imitar los sentimientos nacionalistas de sus padres y abuelos, y prefieren asumirse como habitantes de un cyber planeta vinculado por el Internet y la pasión del consumismo inmoderado.
La escuela ha dejado de ser desde hace un par de décadas el espacio privilegiado de conformación de la ciudadanía y los sentires nacionalistas. El culto a los símbolos patrios ha caído en un ceremonial vacío que nada les dice a los muchachos, que cada vez conocen menos de su historia patria y en cambio se forman como expertos en los figurines del consumismo global, gracias a su intenso contacto con la televisión (la verdadera Secretaría de Educación, dice también Monsiváis), los video juegos, el cine hollywoodense, los ídolos deportivos mercantilizados, la ilusoria globalidad del Internet y el resto de la parafernalia tecnológica de oropel. Los flujos económicos han derribado fronteras a la circulación de bienes y con ello borran identidades culturales y la riqueza que representa la variedad humana.
No deseo sonar como un nacionalista radical en una época donde la moda es ser global, pero sin duda sí me preocupa el empobrecimiento cultural y la renuncia a un sentimiento compartido de identidad. Y es que México es uno de los países donde la cultura de sus etnias y conjuntos simbióticos ha dibujado uno de los caleidoscopios más ricos y variados que podemos encontrar en el mundo. Nuestra cultura no sólo es distintiva, también es portadora de una extraordinaria belleza, un carácter original y recio, una gran fuerza simbólica y una vitalidad que sólo ha mermado ante los embates de la modernidad consumista.
Celebramos el mes de la patria para regocijarnos de contar con un país independiente y soberano. Ambas características son puestas a prueba cada vez con mayor virulencia por las fuerzas de la interdependencia y el sometimiento económico (antes le llamaríamos “imperialismo”). Los medios masivos de comunicación contribuyen a socavar los valores culturales que permiten mantener la soberanía ideológica, y nos hacen consumidores dependientes de “bienes” culturales chatarra, a la manera como nuestros hijos también se alimentan con productos llamativos, plenos de sabor artificial pero vacíos de nutrientes. La cultura chatarra también es colorida y estridente, simplona en su vacuidad pero atractiva por su facilidad de acceso y su ausencia de compromisos con los objetivos comunitarios. La globalización cultural se basa en ese vacío existencial al que conduce el hedonismo y la trivialidad consumista.
El nacionalismo bien entendido (no fundamentalista y obtuso) nos enriquece y ubica dentro del concierto polifónico de las culturas humanas. Es parte de nuestro aporte a la civilización. Es nuestro lazo de unión con los semejantes que nos dieron vida y sentido. Renunciar al sentido nacional a cambio de la diamantina sosa de la globalidad es abandonarnos a las fuerzas irracionales del mercado, sin siquiera rescatar nuestro semblante. Seríamos de nuevo, como apodaron los cultos mesoamericanos a los aztecas cuando éstos arribaron al lago de Texcoco en el siglo XIV, el “pueblo sin cara”.

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