La civilidad es una característica de los canadienses, no me queda duda. Durante estos 18 días que he pasado en Toronto, padeciendo las que me parecen las más bajas temperaturas de mi vida –la otra noche se registraron demenciales 25 grados bajo cero–, he podido tratar a un buen número de Torontonians –¿cómo se dirá en español: “torontenses”, “toronteños”…?–, y me han dejado una excelente impresión, a pesar de su fría cortesía y aparente indiferencia. Son personas acostumbradas a tratar por igual con cualquiera, no importando su raza, religión, creencias, origen nacional o preferencia sexual. Es una ciudad sin discriminación, y no puede serlo, porque según informa la página electrónica oficial de la metrópoli (toronto.ca) conviven gentes de 80 etnias diferentes, y en sus calles se pueden escuchar cien lenguas distintas, entre ellas el español de varias naciones. Tiene 4.7 millones de habitantes en la región del “Gran Toronto”. Además, es la ciudad más importante del Canadá pluricultural y políglota. Y no sólo es cosmopolita: también es lugar de confluencia nacional e internacional. Miles de oriundos del Asia –chinos, coreanos, japoneses, taiwaneses, singapurenses, vietamitas–, África –los viejos dominios hoy en la Commonwealth–, Europa –rumanos, griegos, húngaros, italianos, holandeses, belgas, galeses, irlandeses–, Oceanía –Australia y Nueva Zelanda– y del resto de las Américas, como los Estados Unidos, México, Brasil, Colombia y otras naciones de Sudamérica.
Me ha sorprendido encontrarme con tantos paisanos en Toronto. Y no me refiero a los estudiantes que uno puede encontrarse en las universidades haciendo posgrados, sino a inmigrantes en busca de una mejor forma de vida. Trabajadores indocumentados que pasaron como turistas, pero con la intención de quedarse a buscar la vida. El otro día, probándome zapatos en una tienda del mall del Eaton Center, me encontré con un pequeño grupo de paisanos, todos trabajadores y todos indocumentados. Tuvieron la visión de emigrar a Canadá en lugar de a los Estados Unidos, e invertir en el pasaje aéreo, que puede resultar tan caro como el de un viaje a Europa, particularmente para los que no tienen visa norteamericana pues eso los obliga a tomar un vuelo directo México-Canadá, sin escala en algún aeropuerto del país gringo. No tienen todavía las redes sociales tan desarrolladas como los emigrantes a las regiones tradicionales de Estados Unidos, pero ya las están construyendo: pueden llegar a casa de un pariente o amigo, quien los conecta con fuentes de trabajo, espacios de vivienda, asesores legales para tramitar su inmigración, etcétera. Y gozan la ventaja de que en Canadá no existe una Border Patrol que se desviva por encontrar migrantes sin papeles para deportar.
El país de la hoja de maple posee una política de inmigración generosa y hospitalaria. Su gente, además, no tiene telarañas en la cabeza contra los migrantes, que en general son asimilados sin mayor problema. No he sabido de la existencia de grupos como The Minuteman, Save America y demás “grupos de odio”. En Estados Unidos se tienen registradas 844 asociaciones antiinmigrantes, según la agencia Europa Press. No encuentro dato alguno sobre un grupo equivalente en Canadá. Más bien lo contrario: por ejemplo mi casera, una profesora retirada, participa en un grupo de apoyo a mujeres inmigrantes; les enseñan inglés, les ayudan a completar su educación básica y las contactan con servicios de asesoría migratoria.
Canadá, el segundo país más grande del mundo, tiene apenas 32.6 millones de habitantes. Por supuesto casi todos viven concentrados en las áreas sureñas y urbanas de la nación. Pero sin duda es una pequeña población –equivalente a la de California- para el enorme potencial que tiene, gracias a sus enormes recursos naturales. No es de sorprender que este país acepte inmigrantes que deseen trabajar honestamente y que aporten habilidades al esfuerzo común. Les urgen médicos, enfermeras, ingenieros, técnicos de todo tipo y demás personal especializado y semiespecializado. Pero incluso los trabajadores manuales encuentran muchas áreas de oportunidad, y aprovechan un salario mínimo aceptable de 8 dólares la hora, un sistema socializado de salud -¿ya vieron el documental Sicko, de Michael Moore?- y muchos beneficios impensables en México o incluso en los EU.
No puedo dejar de sentir simpatía por un país y una ciudad tan tolerantes y open minded. Acá se discute con apertura sobre temas delicados como el de la legalización de la mariguana y las drogas, el derecho de la mujer al aborto –que es legal aquí desde hace 25 años-, la urgencia de acciones agresivas contra el efecto invernadero global, la necesaria intervención del estado en la economía, la prevalencia de la educación pública sobre la privada –sólo hay universidades públicas-, la responsabilidad social del empresariado, etcétera. Es un país capitalista desarrollado, pero con instituciones socialistas, muy a la manera de las naciones nórdicas de Europa. Eso sí es humanismo.
Artículos de coyuntura publicados por Luis Miguel Rionda Ramírez en medios impresos o electrónicos mexicanos.
Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío, México. Exconsejero electoral en el INE y el IEEG.
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