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viernes, 19 de septiembre de 2008

Guerra sin esperanza

De inicio me declaro asombrado, azorado y en…corajinado por lo que sucedió este lunes 15 en la hermosa plaza Melchor Ocampo de Morelia. Pobre gente. Nunca creí ver sucesos así en mi patria. A fines de los años setenta viví en París, y recuerdo cómo era frecuente escuchar las historias del terrorismo de la ETA española, de los palestinos, o del ERI irlandés. En Francia estaban muy frescos los recuerdos de la guerra de Algeria, colonia que logró su liberación en buena medida apoyándose en el terrorismo. El miedo era una característica del ciudadano europeo común. Pero era impensable que una situación similar pudiese presentarse en México; al menos eso creía yo. Acá teníamos algunas guerrillas, secuestros políticos y baja criminalidad. En treinta años nuestro país cayó en un hoyo profundo de violencia social imparable, y ahora padecemos de los mismos problemas que aquejaron a Colombia en los ochenta. Nunca lo hubiera creído. Estoy pasmado y enojado.
Sobre el 15 de septiembre, confieso que nunca me ha gustado “dar el grito” entre las multitudes. Siempre he tenido una aversión innata hacia el gentío, donde el individuo es neutralizado por la enajenación colectiva del evento del que se trate. Por eso prefiero observar la festividad, acompañado de mi esposa e hijos, desde la lejanía de la azotea, o bien desde la comodidad del sofá ante la tele más grandota de la casa. Ya tuve mis buenos festejos callejeros en la juventud, y es tiempo de ser apaciguado. Me da mucho placer ver de lejos la romería y sin embargo sentirme parte de la misma. La emoción del grito siempre será la misma. Pero hoy veo con tristeza que muchos de mis paisanos no tendrán más remedio que imitarme, y recluirse en casa a partir de ahora. El terror a las multitudes va a ser la nota a partir de ahora, y con justa razón. La locura se ha apoderado de los malosos, y ya no se limitan a asesinar con saña a policías, a cómplices o a rivales: ahora van sobre la población, despedazándola con granadas de fragmentación.
El régimen del terror es la peor circunstancia en que puede vivir un pueblo. La historia nos ha dejado múltiples ejemplos. Los mexicanos tendremos miedo ahora de salir al mandado, pues capaz y se les ocurre a los maleantes masacrar a algunos parroquianos inocentes, para que “aprendan”. La guerra declarada por el Estado mexicano contra el crimen organizado está pasando una factura extrema: nunca se nos dijo que habría tantas bajas entre la población civil, o que perderíamos la confianza de andar por nuestras calles y plazas. Los más de tres mil muertos que arrastra esta guerra es una factura extremadamente cara, y da la impresión de que es el Estado, y no los mafiosos, el que la va perdiendo. Parece que se agitó un colmenar sin tener las protecciones para ello, y ya no sabemos cómo deshacernos de las avispas.
Estoy prácticamente seguro de que no se encontrará a los culpables del atentado de Morelia, mucho menos a los que lo concibieron, pues de seguro los perpetradores materiales fueron sólo esbirros a sueldo de los verdaderos asesinos. Los sistemas nacionales de inteligencia preventiva y de procuración de justicia, enanos ante los nuevos retos, se están viendo incapaces de adelantarse –el primero- y perseguir –el segundo- los golpes de los criminales de alto impacto. Y sumémosle la acción sospechosa de ciertos jueces que liberan a los pocos narcos consignados. Estamos cosechando décadas de abandono del sistema nacional de seguridad pública, y de ineficiencias e incluso corrupción de los administradores de justicia, y no será en un sexenio que se componga esta situación, por más buena voluntad que tengan los líderes no corruptos del país. Realmente estamos metidos en un brete.
Estamos en medio de una guerra que no se puede ganar. Las condiciones estructurales de la economía y la política internacionales promueven los intensos flujos de drogas y sustancias ilegales entre los países productores y los consumidores. Es la ley del libre mercado: cuando hay demanda, habrá oferta en la misma proporción. Y si el flujo se declara ilegal, entonces surgirán los proveedores clandestinos que acompañarán su acción con la violencia que se requiera, pues es mucho, muchísimo el dinero involucrado. Así no se puede hacer gran cosa. A la manera del niño holandés del cuento, quisimos tapar la fuga del bordo con nuestro dedo, y ya tenemos metido el brazo hasta el hombro y dentro de poco nos puede arrastrar la corriente de la inundación. La solución verdadera es hacer que el bordo sea innecesario. ¿A qué me refiero? A que deberíamos plantearnos con seriedad la necesidad de emprender acciones que socaven las raíces del comercio ilegal de estupefacientes, y para ello nada mejor que la legalización del comercio de esas sustancias. Es en serio. Otra solución sería mudarnos de región geográfica para ya no ser vecinos del mayor consumidor de narcóticos del mundo, y limitarnos así a controlar nuestro propio consumo. Esto es irreal evidentemente, pero no así la primera solución, que además debe plantearse a nivel global como un acuerdo entre naciones, para evitar que persistieran los “paraísos” regionales de la prohibición.
Hoy día el consumo de alcohol a nivel mundial es sólo un problema de salud individual y pública, pero no es una fuente de violencia y criminalidad; tampoco de corrupción. Y no lo es porque en la mayor parte del orbe su consumo es legal. El alcohol fue prohibido en los Estados Unidos entre 1919 y 1933 y los resultados fueron catastróficos. Con la legalización las mafias criminales debieron dedicarse a otras actividades, incluso a “blanquear” sus negocios. Algo similar podría suceder con la legalización de las drogas. Recordemos que hace menos de cien años eran legales en todo el mundo -Freud y muchos intelectuales eran heroinómanos o cocainómanos por ejemplo- y no causaban mayor problema. Fue a partir de las guerras mundiales cuando los ejércitos propagaron su uso y abuso. Luego los gobiernos prohibieron el consumo y distribución. Y ahora vivimos las consecuencias.

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