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viernes, 5 de noviembre de 2010

El desarrollo depredador

El desarrollo depredador

Publicado en Milenio de León.

El 15 de octubre pasado acudí a una conferencia que impartió la doctora María José Guerra Palmero, profesora e investigadora de la Universidad de La Laguna en Tenerife, de las Canarias en España. La charla tuvo lugar en el Campus León de la Universidad de Guanajuato, donde laboro. Fue extraordinaria. La doctora Guerra expuso el tema “Ética y desarrollo” y nos dio un espléndido paseo por el devenir de este último concepto, tan adorado acríticamente por nuestros gobernantes, pero a la vez tan incomprendido.
Todos los gobiernos de esta era posmoderna buscan el “desarrollo”.

Ante tantas crisis económicas y sociales, la fórmula mágica para resolver los conflictos que se desatan en las sociedades convulsionadas por las contracciones del capitalismo salvaje del tercer milenio, es buscar el “desarrollo”. Pero éste es entendido desde la óptica colonial del presidente norteamericano Harry Truman, quien en su discurso de toma de protesta del 20 de enero de 1949 declaró que el hemisferio sur del planeta era un “área subdesarrollada”. Desde entonces se estructuró el paradigma desarrollista, que concebía la necesidad de que los pueblos y naciones pobres se integraran al “desarrollo” mediante la explotación desconsiderada de sus recursos naturales y humanos. Para acabar con la pobreza había que crecer económicamente, sin cuidar a la naturaleza ni mucho menos a la dignidad de los pueblos y culturas tradicionales. Así se desató en México la furia del desarrollismo alemanista en los cuarenta y cincuenta, con la industrialización a toda costa y la expansión de las ciudades en perjuicio de los espacios rurales y áreas naturales. Se creyó -y se cree- que la tierra entera estaba al servicio del hombre y sus necesidades básicas, pero también de sus demandas superfluas.
El desarrollismo, en lugar de traducirse en beneficios para la calidad de vida de la generalidad de la población, produjo fenómenos contrarios: sobrepoblación, sobreexplotación de recursos naturales, migraciones rural-urbanas, incremento de la pobreza urbana -que es más virulenta que la rural-, perpetuación de la ignorancia, crisis de la familia tradicional, profundización de las contradicciones de clase, violencia social y criminalidad. La anomia social, las patologías comunitarias, se acentuaron hasta grados que aún nos parecen inconcebibles.
Las élites del poder político y económico de nuestros países “subdesarrollados” se enamoraron de la retórica del desarrollismo, y actuaron en consecuencia. Se impuso un modelo de crecimiento depredador que, en aras de buscar beneficios inmediatos como son los empleos -nunca numerosos, pero siempre mal pagados-, propició enormes negocios empresariales que sacrificaron bienes comunes, como las selvas, las montañas, los ríos y cuerpos de agua, los bosques y las especies animales, el cielo y el aire, para dar paso a un efímero progreso, que siempre dejó tras de sí estelas de devastación irreparable. En México tenemos demasiados ejemplos, pero tal vez el más dramático es la hecatombe del Valle de México, que pasó de ser la región más transparente, la comarca más hermosa y acogedora del país, al actual estado de desastre social y ecológico, que sólo es gobernado por el caos, la corrupción y la violencia.
La doctora Guerra nos explicó cómo el paradigma del desarrollo está hoy atravesando por una magna crisis a nivel mundial, particularmente en Europa. Ya nadie cree en los beneficios del crecimiento económico desarrollista. Se cuestiona cada vez más la noción de “progreso”, las virtudes de la libre competencia y el papel marginal del estado. Se habla ya de un fracaso histórico del desarrollo, y se demanda adoptar una visión de más largo plazo, comprometida con la sobrevivencia del planeta y de sus especies vivas, entre las que nos contamos los seres humanos, aunque no queramos.
Las sociedades con una ciudadanía madura demandan asumir una posición más responsable con nuestro entorno natural, cultural y social, y reconocer que el crecimiento económico, el bienestar material y el hedonismo tienen un costo enorme en el mediano y largo plazos. El planeta no puede ser sustentable de esta manera. Y nuestra especie puede pagar un duro precio por estas pocas décadas de consumo conspicuo e irresponsable.
Cuánto pensé, al escuchar a la expositora española, en nuestras autoridades municipales de Guanajuato capital, que se empecinan en el viejo esquema del desarrollo inmediatista. Los munícipes que conchaban el peligroso proyecto de urbanizar el entorno de los cerros de La Bufa y Los Picachos, no ven más allá de los dos años que les restan en su efímero poder. Desde el ladrillo donde se subieron, buscan imponernos a la sociedad guanajuateña su empecinamiento pequeño burgués, enamorado de sí mismo, que ingenuamente cree que la construcción de centenares de casas, comercios y servicios sobre las cañadas y lomeríos de esos “cerros pelones” será mejor que dejar a la naturaleza en paz.
El afán de lucro egoísta es natural para los empresarios; ese es su sino. Pero los hombres y mujeres públicos deben ver más allá de sus narices, y otear en el futuro de las generaciones por venir. Si así lo hicieren, los ciudadanos de Guanajuato respiraríamos tranquilos sabiendo que nuestro entorno natural será respetado y honrado por gobernantes visionarios.


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