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viernes, 18 de marzo de 2011

Ley indígena, 1

Ley indígena, 1

Publicado en Milenio de León.
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El martes pasado el Congreso del Estado de Guanajuato aprobó, por fin, la Ley para la Protección de los Pueblos y Comunidades Indígenas de la entidad. Una norma muy esperada e inexplicablemente aplazada por las últimas legislaturas. Algo sólo comprensible por el arraigado prejuicio local en torno al indio: ni lo vemos, ni lo aceptamos, ni lo reconocemos. Indios sólo en las películas y en el lejano sur del país…

Durante décadas, Guanajuato ignoró a sus poblaciones nativas, y discriminó a los indígenas inmigrantes, a los que se etiquetó de pordioseros y malvivientes. Todavía hoy se percibe ese estereotipo tanto en la sociedad mestiza como en las autoridades municipales. Una evidencia reciente fue la determinación del gobierno de León de “limpiar” los cruceros viales de indios pedigüeños o mercaderes. Para las buenas conciencias del Bajío, los indios son una lacra social que hay que esconder debajo del tapete. De poco sirve argumentar que son ciudadanos mexicanos que emigran en busca de oportunidades en otros lares del país. Se les trata como seres exóticos, extranjeros indeseables.
El hecho es que tenemos una amplia población indígena en la entidad, alrededor de 50 mil hablantes de alguna lengua nativa, con dos componentes: la población originaria, concentrada en las últimas comunidades de indígenas en San Luis de la Paz -Misión de Chichimecas-, Victoria y Tierra Blanca. Por otra parte la población inmigrante, mayoritaria, procedente de Hidalgo, Guerrero, Oaxaca, Estado de México, Michoacán, Puebla y otras entidades. La componente nativa pertenece a la etnia Chichimeco-jonaz (Uza) y a la Otomí-pame (Xihue). Los inmigrantes son Mixtecos (Ñuu Savi), Zapotecos (Diidzaj), Mexicanos (Nahua), Mixes (Ayook), Mazahuas (J’ñatio), Tarascos (P’urhépecha), Huicholes (Wirr’árika) y Mayas en sus diversas variedades.

Aunque el debate indigenista en nuestro país es tan viejo como la propia colonización europea (¿qué hacemos con los indios?, se preguntaban criollos y mestizos), en Guanajuato la mezcla racial y cultural llevó a que tempranamente se diluyeran las identidades étnicas, y que prevaleciera la cultura híbrida con predominante española. La población nativa que acompañó a los colonizadores ibéricos procedía de cuatro raigambres principales: la Otomí (del cacicazgo de Xilotepec, hoy en el Estado de Hidalgo), la Mexicana (en particular Tlaxcalteca), la Michoacana y la Mazahua (del hoy Estado de México). En alguna medida se mezclaron con los indios locales de origen Chichimeca (Jonaces, Copuces, Guamares, Guaxabanes), cuando éstos así lo quisieron porque siempre fueron rebeldes a la sedentarización. Por la escasez de fuerza de trabajo local, los indios en el Bajío se vieron exentos de varias prohibiciones explícitas en las Leyes de Indias, y se les permitió vestir ropa europea, montar a caballo, usar armas y participar en casi toda actividad social. Eso facilitó la temprana castellanización y homogeneización de la sociedad abajeña, que incluso absorbió al pequeño componente de población africana que fue importado por los colonizadores.

Las comunidades indígenas en Guanajuato pronto se vieron reducidas a calidad de reductos, y se acentuó así su marginalidad dentro de un entorno social que los ignoraba y discriminaba. El elemento racial no fue el definitorio, pues tan morenos los indios como los ladinos, pero sí fue el factor cultural el que marcó la diferencia. Ser indio era hablar “dialecto”. Pronto, nadie se sintió “indio” en Guanajuato. Más bien se fortaleció una identidad con la “madre patria” trascontinental, una hispanofilia que aún subsiste en nuestro gusto por las tradiciones importadas del viejo continente: su música (de ahí el gusto por las estudiantinas), su arte (nos decimos cervantistas), su arquitectura mediterránea, y su religión telúrica (no hay más mochos que los del Bajío).
La ley de marras tiene la enorme bondad de declarar la existencia de las etnias indígenas, nativas e inmigrantes. Reconoce su derecho al respeto de sus valores y su identidad. Se supera el enfoque del “problema indígena” y se asume que son ciudadanos no sólo con los mismos derechos, sino acreedores a la protección del Estado para la preservación y dinamización de sus lenguas, sus usos, su cosmovisión y su autonomía relativa. Se asume el criterio para determinar a quiénes corresponden las disposiciones de esta ley a aquellos individuos o colectividades con conciencia de su identidad indígena. El criterio lingüístico quedó superado. Ahora basta con considerarse indígena en función de sus orígenes, tradiciones e identidad. Nada mal.
Se prevén acciones concretas, que mucho me agradará abordar en mi siguiente colaboración para Milenio. Hasta el viernes…
Así nos vemos... La fundación de León, Gto.


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